Hubo una época durante la cual ir un sábado al Luna Park significaba distinción. O algo así como la pertenencia a una porteñidad litúrgica. Cuanta elegancia en mujeres y hombres de advertida presencia rumbo a sus butacas del ring side. Y cuanta excitación en aquellas tribunas populares, las que daban sus espaldas a la avenida Corrientes o a su paralela Lavalle, algunas veces regadas con mucha agua para que nadie pudiera sentarse y cupiesen más espectadores. Unos y otros solían conformar una multitud socialmente asimétrica pero unida por una pasión que ya no existe: el boxeo. Diría más: el boxeo en el Luna Park. Y agregaría: de un sábado por la noche…Esa era la combinación: Luna Park, boxeo, sábado…Los 30 años de Tito Lectoure como programador del Luna fueron maravillosos. Especialmente desde el último lustro de los 60′, más los 70′ completos y una gran parte de los 80′. El boxeo argentino había logrado cuatro títulos mundiales: Pascual Pérez (anterior a Tito pues fue en el 54′), Horacio Accavallo (1966), Nicolino Locche (1968), todos en Tokio y Carlos Monzón, el más significativo, (1970 en Roma). Y antes o después algunos intentos fallidos de grandes exponentes y siempre en el exterior a quienes nunca se les dio una chance tal el caso de Eduardo Lausse o que llegado aquel momento decisivo no lo lograron, como Luis Angel Firpo, Gregorio Peralta, Luis Federico Thompson, Jorge Fernández, Ramón La Cruz, Vicente Derado o Ringo Bonavena, solo por nombrar algunos ejemplos.Al Luna Park que por entonces pasaba los 40 años de existencia le faltaba programar la disputa de un título mundial; o sea el sueño de su promotor Tito Lectoure. En la prodigiosa vida del estadio los aficionados habían visto defender campeonatos mundiales: Accavallo, Locche y Monzón lo habían hecho varias veces. Pascualito Pérez en cambio, un gran peronista, debió hacerlo en las canchas de San Lorenzo y de Boca Juniors por divergencias políticas y una consecuente enemistad con los Lectoure. Lo que nunca había ocurrido se daría: que un aspirante argentino pudiera buscar el título mundial como local tras más de 40 años de espera…Para ello se dio una circunstancia atípica. Y fue que el ilustre campeón mundial Bob Foster -a quien le regalaron impunemente el triunfo en Albuquerque la vez que enfrentó al mendocino Jorge Víctor Aconcagua Ahumada, un verdadero e indignante robo “a mano armada” de los jueces localistas- abandonó la corona mundial de los medio pesados pues los 79 kilos medio ya no le resultaban posibles. Y al dejarla vacante quedó liberada la disputa entre los dos mejores del ranking de la AMB. Ellos eran Víctor Galíndez (1er clasificado) y Len Hutchins (3° del ranking mundial). Fue por ello que Lectoure ofreció una bolsa que nadie se animó a igualar para el norteamericano y Bob Arum, el más grande promotor de la historia -a quien aun afortunadamente vemos en plena vigencia subir a los rings con sus 92 años- le tendió su mano amiga.Fue así que el protagonista resultó ser Víctor Emilio Galíndez quien por entonces era el campeón argentino y sudamericano de los medio pesados. Un peleador sanguíneo y estoico nacido en Vedia, provincia de Buenos Aires (2-11-48) y hecho pugilísticamente en Morón desde donde partió su campaña. Galíndez fue un peleador dramático que estaba predestinado a un paso leve y cruento por la vida; todo lo que fue lo consiguió con sangre y la tragedia lo halló en una competencia de TC en la ciudad de 25 de Mayo siendo acompañante del corredor Nito Lizeviche, seis años después de su consagración como campeón mundial de los semicompletos de la AMB (26-10-80). Pero aquel sábado –casualmente como si hubiese sido anoche- sinteticé en el título de mi nota para la revista El Grafico – edición 2979 del 11 de Diciembre de 1974- aquello que había sentido. Y puse: “Sábado de drama y triunfo”, firmada con mi seudónimo Robinson.Recuerdo que no disfruté del acontecimiento. Y cuando estuve frente a mi máquina de escribir en la soledad de la redacción, ya de madrugada, entre indignado y conmovido, solté una primera pregunta a la que siguieron otras. Comencé así:- Me pregunto todavía, ¿qué derecho hay a que un hombre sufra tanto sobre un ring? Y más aún, quisiera saber qué nos pasó el sábado a la noche a los doce mil seres humanos que estábamos en el Luna Park para que nadie se animara a subir al ring y pedir clemencia por Len Hutchins. Fue una estúpida masacre ejecutada a través de un combate que del quinto asalto en adelante resultó absurdo, grotesco y sanguinario. Sólo hay un hombre que se exime de este desastre: Víctor Emilio Galíndez, el ganador. Subió para consagrarse campeón. Y, obviamente, no hizo más que cumplir con las reglas del juego. Pero, ¿y el médico de turno?, ¿y el referí?, ¿y los segundos del norteamericano? ¿Dónde estaban ellos mientras Hutchins se tambaleaba de un lado a otro con la mirada extraviada y las piernas vencidas? ¿Dónde estaban ellos mientras el boxeador estaba conmocionado cerebralmente y mostraba su peligrosa y alarmante incoordinación sobre el ring? ¿Dónde estaban ellos mientras Hutchins dejaba a cada instante un poco de su salud?- El referí y a la vez jurado Jesús Celis, de Venezuela, me dijo que él no se animó a sacar a Hutchins de la pelea para no cargar con la responsabilidad de ser el “autor de la derrota”. Y en un momento de su descargo agregó: “Reglamentariamente no cabía, pues el americano respondía a los golpes”. La explicación es débil, carece de consistencia. Si Celis decretaba el nocaut técnico nadie podría decirle nada en contra. Los segundos, por su parte, vivieron la ceguera de una remota esperanza especulando, seguramente, con la herida que Galíndez tenía sobre el superciliar derecho – producida en el 4° round – y alimentaron una torpe posibilidad a un precio demasiado alto: el de la inhumanidad. Y hay un tercer personaje que en estas circunstancias pasa a ser el primero, el fundamental: el médico. Pero el doctor Leonel Primavesi se quedó sentado en su butaca como si nada hubiera pasado. Ni siquiera tuvo la inquietud de realizar un chequeo en alguno de los descansos para hacerle un test verbal a Hutchins y saber si ese hombre estaba despierto. Y en este clima de tensión, dramatismo y angustia, la pelea se hizo una pesadilla. Fue tan cruenta que todos queríamos que terminara de una vez. En realidad había terminado en el 5°. Cuando regresando a su esquina Hutchins dibujaba sobre el tapiz los inequívocos pasos de la borrachera que denunciaban su deterioro cerebral. Hasta aquí había sido una pelea digna, intensa, dinámica. En esa etapa quedó demostrado el tremendo vigor del nuevo campeón que aún en un planteo estratégico insospechado -pelear y pegar de contragolpe- se convirtió en dominador de la situación. Hutchins cayó cuando faltaban cuatro segundos para terminar el primer round de una izquierda en gancho, volvió a ser conmocionado en el segundo con la misma mano, se repitió la situación en el tercero, y en el cuarto la campana salvó otra vez al norteamericano, que terminó de escuchar la cuenta de protección sentado en su propia esquina. Hasta aquí, Galíndez ejerció su potencia como un elemento desequilibrante y el desarrollo generaba ciertas expectativas pues Hutchins cambió su filosofía de combate: propuso una pelea franca, por momentos frontal, y asumió siempre el ataque. Sus descargas obedecían a una notable pulcritud de manejo y la combinación del 1-2 terminaba siempre con derecha en punta bien voleada. Entre el vigor de Galíndez y la mejor técnica de Hutchins se producía la maravillosa química competiotiva. Pero cuando pegaba Galíndez el nocaut rondaba permanentemente. Es más, el público lo iba sintiendo. Pareció, a cada instante, que el destino sería la cuenta definitiva. Sin embargo, el nocaut no llegó. Pudo haber sido en el 5° en que una izquierda tomó a Hutchins a la lona. Pudo haber sido en el 12° en que el referí paró para contarle los ocho a Hutchins contra el encordado después de un cambio de golpes. Pudo haber sido, incluso mucho antes. En un round cualquiera después del 4°. Pudo haber sido, pudo haber sido…Y no fue, ¿por qué?: no hay que esforzarse mucho para explicarlo. Galíndez estaba tan cansado como Hutchins pero siempre consciente. Sabía lo que hacía pero no podía hacer lo que debía. Todo en medio de un desorden total. -El comentario abordaba otras consideraciones muy de coyuntura, muy bajo estado de emoción, pero el final lo resume mejor:- No sé si sirve como una respuesta –finalizaba la nota- pero cuento esto que pasó el sábado alrededor mío. Lectoure se cansó de gritar: “Esperalo y pegale”. Brusa (Don Amilcar el mismo maestro que hizo a Monzón) se quedó afónico de pedirle: “Andá al frente y hacé lo que sabés”. Menno (José, un ex campeón argentino de La Plata, que terminó siendo custodio del plantel de Zubeldía) repetía: “Dalo vuelta y empujalo”. Bonavena (nuestro gran Ringo, padrino pugilístico de Galíndez): “Tirá el gancho al hígado”. Accavallo (el gran Roquiño, ex campeón mundial Mosca): “No lo dejés pensar”. Juan Carlos Pradeiro, su manager: “Llévelo, Víctor, llévelo”. Patricio Russo, su preparador físico: “El uno –dos, Víctor, el uno – dos”. Al final, ya a la altura del 11° round, alguien -no hay por qué identificarlo- exclamó: “Cómo en la calle, Víctor, cómo en la calle…” Y bueno Galíndez ganó peleando como en la calle.-Luego del combate Horacio Pagani lo acompañó para realizar la entrevista del nuevo campeón y compartir los festejos. De su maravillosa pluma extraemos este segmento:-En el vestuario lloró. Mucho. Porque no creía lo que estaba viviendo. Porque vio la emoción de su madre. Y estaban sus hermanos, su hijo. El doctor Paladino le revisó la herida de la ceja. Sólo le puso un coagulante sin aplicarle puntos de sutura. Pero, ¡qué importaba a Víctor Galíndez esa herida! Ni el dolor del pie. Ni el traumatismo de las dos manos. ¡Qué podría importarle!- Soy campeón mundial, viejo…-…Lo repitió como un autómata durante su viaje hasta el hotel (Sheraton). Llegó con el buzo abierto. Los desprevenidos le preguntaron por el resultado de la pelea: “Soy campeón mundial”. “Bien, Negro”.“Bien, Víctor”. Se mezcló entre los vestidos largos y los trajes de etiqueta. Sonreía y agradecía cada palmada. En el ascensor se miró en el espejo. Se estudió la herida y las manos hinchadas.Hizo un silencio de cuatro pisos, se dio vuelta y volvió a repetir:“Soy campeón mundial”. Quería empezar a creerlo…Llegó a la habitación y se tiró en la cama con las manos cruzadas por detrás de la nuca. Parecía extenuado. Alguien le sugirió que se quedara a dormir… “Estás loco. Soy campeón mundial. Tengo que festejarlo…” Se puso una camisa y un vaquero moderno, hinchó el pecho y salió a la cabeza del pequeño grupo. “Vamos a la cantina de David”.-Ah esa Cantina de David que ya no queda. Y con el inolvidable David La Regina, ese amigo que dignificó la vida. Lejos estábamos de suponer que aquel campeón de reciente consagración sería el protagonista de la pelea más sangrienta de la historia del boxeo argentino cuando un año y medio después – Johannesburgo el 22-5-76- le ganó a Richie Kates por KO con el suspiro final del último round…Lo recuerdo como si hubiese ocurrido anoche: mientras el doctor Clive Noble le cosía la ceja derecha por donde descendió la sangre que lo obligó a pelear ciego más de 12 asaltos tuvimos que contarle sobre el asesinato de su ídolo, Ringo Bonavena, ocurrido 15 horas antes en Reno, Nevada.Pobre criatura fue Galíndez. Tan feroz y tan frágil. Su vida estuvo signada por la sangre: sangre para ganar, sangre para morir. La tragedia era su sino…Archivo: Maximiliano Roldan
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