El calor pegajoso de la brisa del desierto secaba mi boca. Di unos golpecitos en la puerta y apareció un fraile. Tras los saludos rituales, aguijoneado por la curiosidad comencé a interrogarlo. ¿Cuál sería la antigüedad de ese desvencijado convento, enclavado en medio de la nada? La respuesta detonó con un inconfundible acento criollo. Aunque lo conocía, me dejó pensando: “Nosotros estamos aquí desde varios siglos antes del Estado argentino”.La vigencia de lo religioso en la historia resulta apabullante. En el escenario hispano en el que hundo mis raíces siempre admiré los signos cristianos en la vida social, acaso excesivos, como cuando el secretario del Partido Comunista se despedía en sus charlas televisivas con un piadoso “hasta mañana si Dios quiere” o un conductor anunciaba a la audiencia la hora del Ángelus para recordar que eran las doce, sin saber que hablaba de una oración.Una profusión de imágenes religiosas irrumpe en el paisaje de la geografía española, pero en mi último viaje me di cuenta de que nada era lo que parecía ser. Esa rica iconografía representaba solo meros dibujos de desvaídas figuras que el paso del tiempo había vaciado de significado.En Asterix los personajes transitan el país de los íberos en un ambiente festivo, pero ese jolgorio que antes conmemoraba a San Fermín no tiene ahora igual sentido; sus participantes ignoran qué es un santo y solo desean trasegar vino y divertirse con los toros.Estos ejemplos muestran realidades que pueblan y conforman las relaciones entre religión y sociedad. Con sus más y sus menos, las creencias religiosas, incluido su contenido ético, establecen reglas de la convivencia.Son las mismas que con el deterioro de la vida social se echan de menos, como las que prohíben robar y mentir. Las iglesias padecen un desprestigio, pero no se puede desconocer que -depuradas de sus vicios- su rol puede ser relevante, al configurar el futuro de nuestros hijos.Piedad popular en la peregrinación juvenil al santuario de Luján (Gerardo Viercovich/)En la ArgentinaAunque la realidad local no presenta evidencias tan claras como la española, son homologables porque participan de una similar pérdida de los contenidos cristianos que las informaban. Este fenómeno, denominado secularización, puede ser diversamente interpretado y no necesariamente posee un significado negativo para la religiosidad.La religión y la política han estado entrelazadas a lo largo de toda la historia, en las más diversas civilizaciones. En el Virreinato consolidaron una unión tan estrecha -no siempre en armonía- que nos es complejo hablar de relaciones entre la Iglesia y el Estado porque en ese periodo fueron casi una misma cosa.Desde la Revolución, la presencia del clero fue manifiesta en el ámbito público, incluyendo el propio Congreso de Tucumán que declaró la independencia y, posteriormente, en la convención que sancionó la Constitución de 1853. Una solución transaccional entre católicos y liberales estableció que el Estado no sería confesionalmente católico, pero sostiene la Iglesia.Después del periodo de la Organización Nacional sobrevino una laicización -expresada en un paquete de leyes, como la de enseñanza- y, al establecerse el sufragio universal, los católicos votaron mayoritariamente al partido radical.Con el auge de los autoritarismos se instala en nuestro país una nueva forma de clericalismo: el nacionalismo católico, que mantuvo durante gran parte del siglo pasado una influencia, sobre todo en los regímenes militares, como los de 1930 y 1943 –se reinstituyó la enseñanza religiosa en las escuelas-, 1955 -en su primera etapa-, 1966 y 1976.”Celestes” y “verdes” frente al Congreso, durante la discusión de la ley que legalizó el aborto en la Argentina (Julian Bongiovanni/)La Iglesia y el peronismoEl peronismo constituye un capítulo especial en esta historia, cuyas consecuencias se mantienen aún en nuestros días. Después de varias décadas en las que los masones procuraron arrinconar las expresiones religiosas en el ámbito privado, la irrupción de Perón -un caudillo militar que decía inspirarse en la doctrina social de la Iglesia- fue recibida en general por los obispos con los brazos abiertos.Cuando en un rictus autoritario el régimen quiso disciplinar a la Iglesia, los prelados comprendieron que no era el príncipe cristiano que habían imaginado, porque Perón primero era peronista y después católico. Bajo el lema “Dios es justo”, los laicos abatieron el gobierno, pero el clero quedó con la sensación de un acto fallido.Durante los años de plomo se desató una guerra entre cristianos. La guerrilla se nutrió de jóvenes imberbes provenientes del nacionalismo católico que fueron enviados por un clero hiperpolítico a matar y morir con un manual de la teología de la liberación bajo el brazo. El marxismo languidecía en las universidades francesas y colonizaba los seminarios latinoamericanos.Ante los ojos críticos de una porción de la sociedad, el regreso a la democracia, en 1983, sorprendió a la Iglesia comprometida con el militarismo, representado ante la opinión pública como un “monstruo abyecto”. La suma de estas actitudes inhibió su voz cuando la guerrilla fue absuelta y, quizás, volvió más tenue su juicio social. El clero tercermundista desapareció. Se pasó del clericalismo al angelismo.Es un tema tabú que, por serlo, impide que se asuman las responsabilidades, pero la rueda de la historia sigue girando. La reciente publicación de “La verdad los hará libres”, una obra de teólogos e historiadores que analiza el comportamiento de la Iglesia argentina en esa etapa, abre una nueva instancia en el camino de una paz esquiva. La palabra sigue siendo: reconciliación.Durante la presidencia de Raúl Alfonsín hubo dos puntos de dolor: el Congreso Pedagógico y la ley de divorcio. El hermano marista Septimio Walsh puso en pie de guerra a los colegios católicos y conjuró el fantasma estatista. Pero los obispos no pudieron evitar la sanción de una ley que, al cancelar la indisolubilidad del vínculo matrimonial, dejaría en evidencia que la Argentina se alejaba del sentir católico.Carlos Menem defendió el derecho a la vida en los foros internacionales y distinguió entre “amigos” y “enemigos” en su trato con los obispos. Saltó por encima del Episcopado y se entendió directamente con la Santa Sede. Fernando de la Rúa transitó sin mayores avatares en su relación con la Iglesia, igual que Eduardo Duhalde -patrocinador de la Mesa del Diálogo-, pero el advenimiento de un papa argentino durante el gobierno de los Kirchner provocó un reposicionamiento de los actores políticos. Durante el mandato de Mauricio Macri hubo una relación formal y distante, como él quería, pero la confianza se había dañado previamente, cuando Macri, en los tiempos en que Jorge Bergoglio era arzobispo de Buenos Aires, favoreció el avance del matrimonio gay, al no apelar una decisión en la Justicia. Finalmente, en la presidencia de Alberto Fernández se sancionó el aborto.Aunque una misma fe cristiana admite compromisos diferentes, el peronismo aparece como afín a lo católico y los peronistas –incluidos algunos clérigos- consideran que son lo mismo. En este escenario, la picaresca kirchnerista se expandió mediante una “obscena manipulación” de la relación con el papa Francisco, que más allá de un mal manejo comunicacional, derivó en el descenso de su imagen en la clase media de talante liberal.No hemos dimensionado lo que significa un papa argentino, pero Francisco ha innovado de manera radical, por ejemplo, la pastoral, al trasladar del desván su doctrina social a un sitio central. La Iglesia ya no designa ministros de Educación, como antaño. La secularización sigue vaciando templos, pero tal vez depura la dimensión religiosa. Ella todavía tiene mucho que decir y hacer, siempre que la dignidad humana sea puesta en riesgo e, incluso, desconocida. El hombre -lo dijo un papa santo- es el camino de la Iglesia.* El autor es director académico del Instituto de Cultura del Centro Universitario de Estudios (Cudes) y profesor de la Universidad Austral
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