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De Niro y el festín incomible

El actor Robert De Niro (EFE/EPA/NINA PROMMER/Archivo)
Ver para creer. O mejor, ver para comer. Las jornadas de cocina de alto vuelo en el hotel Mandarin Ritz de Madrid tuvo un invitado especial, el ya legendario y a la vez en plena vigencia y admirable talento Robert Di Niro, en compañía de su reciente pareja, Tiffany Chen.La idea de que algunos de los cocineros más encumbrados del mundo acudieran a la suite de los dos para que desfilaran los asombrosos platos que prepararon en su honor, fue una noticia muy especial. Tal vez no tanto por el arte y el placer en ofrenda a grandes maestros de las cacerolas, los fuegos, las salsas para sus laberínticas creaciones y su bonita amiga íntima, sino también porque lo cocinado y lo comido fue a la vez un espectáculo y la frontera de lo que es comida humana. La dimensión revelada de un arte y cierta alquimia hasta ahora no revelados. Tal vez mejor, podría suponerse por momentos.Una idea que en sí misma refiera a los mundos y sensaciones del cine. La vida toma del cine, y el cine abreva en la vida. Claro que para poner las cosas bien claras fue un acontecimiento que por unas cuantas razones merece la pena –y no fue cine- escudriñar un rato. Darse una vuelta por lo que comieron ese día los invitados de honor es poco menos que una vertiginosa carrera por los límites de la cocina. En algún momento, De Niro preguntó: “¿Esto es comida? Es para vivirlo una vez en la vida”. Lo dijo, quiere uno pensar, con aprecio por algo superior que le resultó deslumbrante y diferente, una revelación. Se lo vio feliz y divertido. Es posible que haya cumplido su papel al tiempo en que tuvo pasado un día irrepetible donde cocinar no dejó de ser algo de aire circense. Es que los pasos, dieciséis, pusieron algo que se renueva y se destruye, no sin elementos de psicodelia y disparate. Eso: un día irrepetible.Nada puede poner obstáculos a la imaginación en vuelo de palomas echadas a los cielos por las manos convocadas. De todos modos no se habla de la alegría -y la necesidad– de alimentarse, sino también, y sobre todo, de una era de fusiones, mezclas, inventos que pueden parecer febriles si alguien tiene ganas de faltarles el respeto un rato. Tampoco hay lugar para el rústico de frente estrecha empeñado en clamar, por ejemplo, a mí, que me den un chorizo, un bife, una ensalada y un flan con crema y dulce de leche y no me vengan con historias. No, tampoco: nadie tiene derecho a estropear ni a limitar al goce -experimental – de lo se llamó y se llamará menú impagable, tanto por la cuenta que sumaría si fuera algo más que un homenaje, como por lo urdido y lo tragado.Hacia la comida por los caminos del delirio.No se trató de alimentación, queda dicho, sino de hacer cada idea y de la firma de los autores cada vez más desconcertante y aplaudida. Ninguna se repetirá –se hicieron para la ocasión-, contradictorios incunables efímeros. Los maestros se jugaron a una sombra de locura inocente y por la demolición de cualquier forma tradicional capaz de posarse sobre una mesa. Un show por todo lo alto en el que, desde algún rincón, surge la sensación de que nos estaban tomando un poco el pelo.Todos los cocineros de ese día – entero- están decorados por estrellas Michelin, distinción que nació cuando la compañía puso a andar sus neumáticos a la caza de encontrar y formar una forma de turismo: el descubrimiento de nuevos restaurantes fantásticos donde fuera que se encontraban durante el camino. El sendero que nos llevó hacia el genial Arzac -la nueva cocina vasca, Dios sea loada, sin perder una joya tan admirable como la nacida en los caseríos de Euzkadi-, a Paul Bocuse con la embestida contra cremas y manteca, liquidar la clásica cocina de Francia (con reemplazo por platos muy grandes, raciones chicas, precios altos.), hasta la flecha que va hacia Ferrán Adriá y el lanzamiento de la cocina deconstructiva. El Dalí que renovó todo lo que se podía renovar, para que los manteles –después de esperar meses de reserva– ocuparan los gourmets de riesgo y sentido del humor dispuestos a zamparse un helado de morcilla procesado con nitrógeno o humo de langostinos fragante a rosas.Ahora viene, un momento.EL jamón ibérico es uno de los productos más apreciados de la gastronomía Para levantar telón, jamón ibérico de bellota y queso Olavidia -de cabra, premiado y ovacionado con su finita tira negra en el medio, resultado de huesos o carozos de aceitunas reducidas a cenizas-; salazones de atmósfera salina –aceptémoslo, aún cuando suena a redundancia retórica- con rodajas de tomate seco; condesa de espárragos blancos y trufa; milhojas caramelizada de anguila ahumada, foie gras, cebolleta y manzana verde; fresas con nata (o crema) y erizo; gambas de Dénia hervida en agua de mar; toda la gamba: gamba marinada en vinagre de arroz, jugo de la cabeza, patas crujientes y velouté de algas; angulas -alevines plateados de anguila- con guisantes, lágrima y chicharrón de soja; tacos de merluza con kokotxas, emulsión de café y escamas de pimentón; arroz variedad Senia entre cenizas de trufas negras del maestrazgo; postre láctico, dulce de leche, helado de leche de oveja, yogurt de oveja y nube (ha de suponerse que con leche de oveja, para no descarrilar).Los grandes champagne, todos. Vinos de arranque con queso y el ibérico hasta la malvasía junto a los majestuosos blancos dulces de podredumbre noble.Los grandes gorros coronados fueron Joan Roca, Martín Berasategui, Quique Dacosta, José Andrés y el argentino célebre Colagreco desde su restaurante Mirazur, en Menton, pero con varios locales aquí y en otros países de “Carne”: hamburguesas. No olvidar, por favor, su creación de remolacha con caviar, que estuvo presente. De su inventiva e inspiración estuvo el citado dulce de leche, con helado de leche de oveja, espuma de cuajada de oveja y yogur de oveja, todo muy firme y con su empeño tautológico. Se lo enfatiza y subraya por ser compatriota. A los comensales se les habrá hecho leche de oveja la boca.Así fue en la feria Madrid Fusión lo que les fue ofrecido a De Niro y Tiffany Chen.Quien, caprichoso y arrastrado por la curiosidad quiera lo mismo, tendría que ponerse con muchísimos euros y no les saldría igualito. Podría elegir lanzarse a lo que se hizo para De Niro o dirigirse al vomitorium que usaban los latinos para desalojar y volver a comer hasta desmayarse.El menú impagable puede ser también el festín incomible. Depende.Es un juego. Todo bicho que camina, ya se sabe, sobre todo si se agregan trufas, nubes, espumas, huevas, flores. Hubo gran festejo a cuatro horas y media en avión desde Madrid hasta Moscú o Kiev. No por poner comparaciones miserables, sino para convencerse de que en la bolita azul que tenemos por planeta hay sitio para quebrantos y para placeres histriónicos a la vez. Así somos. ¿Así nos va?SEGUIR LEYENDO:Los niños de la guerraViola que algo quedaUcrania: ella baila sola

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