>LA NACION>SábadoRaquel Rodrigo fundó un colegio, fue amiga de Lola Flores y hoy es la responsable de reabrir un restaurante mítico, una librería imprescindible y un viejo teatro reconvertido en un lujoso espacio que ofrece espectáculos musicales y alta gastronomía 7 de enero de 202510 minutos de lectura’Para LA NACIONPablo MascareñoEscuchar Nota“Antropóloga de la ciudad” sería una buena forma de definir a Raquel Rodrigo. Pero no solo eso: docente, catequista, fundadora de un colegio. Todo eso es ella también.En 2016 comenzó a poner en valor el histórico restaurante El Tropezón (ese al que el tango le cantó estrofas que confirmaban “cabaret, Tropezón, era la eterna rutina, pucherito de gallina, con viejo vino carlón”) y, gracias a su gesta, reabrió el 12 de septiembre de 2017.El 11 de diciembre de 2023, a su vez, fue la responsable de levantar la persiana de Clásica y Moderna, esa librería, bar y sala de conciertos que claudicó luego del fallecimiento de Natu Poblet, quien fuera el alma mater del lugar.Y el último 26 de noviembre abrió también el solar donde funcionó el teatro 35 que, desde hacía cuatro décadas, estaba convertido en un sótano con varios centímetros de agua estancada. Hoy ese lugar es Albur, un lujoso restaurante digno de paladares exigentes que conservó el escenario original para ofrecer conciertos de esmerada curaduría.“Cada mañana invoco a Dios para que me dé fuerzas y ayuda”, cuenta la mujer delgadísima, de hablar suave, que saluda a cada uno de sus empleados con un “buenos días” acompañado por su nombre de pila. “Jamás me propuse tener un restaurante, nunca me lo planteé”, explica Raquel, mientras pide un café y conduce una “visita guiada” por Albur, su última adquisición que, seguramente, no será la última.En Callao al 200, El Tropezón luce brillante sin perder la fisonomía de aquellos tiempos donde lo frecuentaba Carlos GardelSantiago Cichero–¿Usted cómo se define?–Mi actividad primaria es la docencia, soy catequista. Aún trabajo en el Obispado de Morón, soy representante legal del colegio Virginia Gamba, que fundé en 1991.–¿Cómo llegó a fundar un colegio?–En 1988, cuando Virginia Gamba falleció, le comenté a Monseñor Justo Laguna, con quien trabajaba en el Obispado de Morón, que quería homenajearla fundando un colegio secundario. Él era un hombre muy libre, así que me impulsó a hacerlo, aunque era impensado que una mujer hiciera eso. Sin embargo, pude llevarlo a cabo.La hacedoraEse motor interno que parece nunca apagarse es el mismo que la llevó a este presente prolífico. Lejos de delegar, Raquel todavía se apersona una vez por semana en el colegio, ese mundo que le sigue resultando tan cercano, donde se desempeña sin cobrar honorarios y que, en principio, nada tiene que ver con sus emprendimientos comerciales, todos montados, curiosamente, sobre la avenida Callao en un radio de nueve cuadras.Allí, gente no le falta: en El Tropezón trabajan 23 personas, en Clásica y Moderna se desempeñan 12 empleados y cerca de una treintena ocupa cada uno de los flamantes puestos creados en Albur. Muchos de ellos, aclara Raquel, vienen del colegio que ella fundó.Sus días son intensos. A las siete de la mañana llega a El Tropezón y dos horas después se “muda” a Albur. Para evitar el tránsito pesado, cada día sale de su casa, ubicada a varios kilómetros de Buenos Aires, a las seis de la mañana. “Vengo rezando y feliz. Algún sacrificio en la vida tenés que hacer”, comenta.–¿A qué hora se levanta?–A las cinco de la mañana. Dios me ha regalado tanto que no es un problema madrugar. Si también madruga mi cocinero, que vive en Berazategui, y el encargado de los garajes, que es de Morón Sur, ¿por qué no voy a madrugar yo?–¿Qué desayuna?–Nada. Mi hijo más chico me explicó las bases del ayuno intermitente, así que distancio la cena de la siguiente comida, pero, cuando llego a El Tropezón, me hago preparar cuatro o cinco claras de huevo en un omelette.–¿A qué hora finaliza su jornada?–A la vuelta también espero a que el tránsito se tranquilice, así que salgo a las ocho de la noche para llegar a casa cerca de las nueve. En invierno, me voy de mi casa y regreso cuando es noche cerrada.–¿Y cuándo descansa?–Los domingos: es el día que disfruto de mi casa.De un sótano inundado a un espacio imponente que se convertirá en uno de esos rincones ineludibles de la ciudad de Buenos Aires
María BessoneAmistades ilustres–Se sabe que fue muy amiga de Lola Flores, ¿cuándo la conoció?–En 1990, cuando se presentó por última vez en Buenos Aires. La vimos en el teatro Ópera. Fuimos con mi esposo y nos encantó.–¿Cómo nació la amistad?–Esa noche nos invitó al restaurante Fechoría, donde le daban el Disco de Oro. Allí, me dio su tarjeta y me dijo: “Cuando estés en España, te vienes a mi casa”. A los seis meses la llamé pensando que no me reconocería, pero se acordaba perfectamente y me reiteró la invitación. Hasta 1995, cuando falleció, una vez por año la visitaba en Madrid.–Lola falleció el 16 de mayo de 1995, ¿asistió a su funeral?–Como no tenía el dinero suficiente, mi padre me facilitó el importe para comprar los pasajes y poder viajar. Cuando llegué a Madrid, no se podía entrar al Centro Cultural de la Villa, dada la multitud que se había acercado a despedirla. Le rogaba a la gente de seguridad, les explicaba que era amiga y había llegado desde Buenos Aires, les mostraba los pasajes. Finalmente, me dejaron pasar. Cuando ingresé al salón, su hermana Carmen, a quien solo había visto una vez, me saludó y me dijo que yo era la única persona que había llegado desde la Argentina. En ese momento, me explicó que habían cerrado la caja, que es como le dicen al cajón, pero que la abrirían para que yo me pudiese despedir.Raquel Rodrigo y Lola Flores, una amistad profunda que se truncó con la repentina enfermedad de la cantante que terminó con su vidaGentileza Raquel Rodrigo–¿O sea que abrieron el ataúd para que usted pudiese despedirse de Lola Flores?–Así es, pude darle un beso en la frente y una bendición. Fui la última persona que besó a Lola Flores; luego cerraron el cajón y el cortejo salió para el Cementerio de la Almudena. Al día siguiente, camino al aeropuerto para volver a la Argentina, le pedí al chofer ir hasta allí. Como no recordaba dónde estaba ubicada la tumba, el canto de los gitanos, que se habían quedado toda la noche, me guió para llegar. Estaban ellos y la hermana de Lola. Fue increíble. Ahí mismo invité a Carmen a visitar Buenos Aires y, seis años después, comencé a producirla, sin siquiera saber cómo se contabilizaba la recaudación de una boletería.Albur fue acondicionado por el arquitecto Alberto Negrín. Su programación ofrece tango (lunes, martes y viernes), Jazz en vivo (miércoles) y espectáculos de jazz con bailarines y cantantes (jueves y sábados). La dirección musical es de Damián Mahler
María BessoneReliquias recuperadas–Y volviendo al presente: ¿cómo llega a usted la posibilidad de reinaugurar El Tropezón?–En 2015, con mi familia habíamos comprado el estacionamiento lindante que incluía, justamente, un local cerrado, con las cortinas bajas. Nuestro objetivo fue poner a punto el garaje, que estaba muy deteriorado, y no nos preocupamos por mirar el local. Al mes de haber comprado el predio, inauguramos las cocheras.–¿Cómo se enteró de que ese local abandonado, que venía incluido en la transacción del garaje, era el mítico restaurante?–El día que inauguramos el estacionamiento, leí en una mayólica que aún está colocada en el frente: “Aquí funcionaba el antiguo restaurante El Tropezón, lugar de encuentro de literatos y políticos”. En cuanto leí esa inscripción me dije para mis adentros: “Lo voy a reabrir”. No era un restaurante cualquiera, se trata de la historia de Buenos Aires. Se inauguró en 1896 y es uno de los cinco más antiguos de la ciudad. Un periodista amigo, Daniel Cufré, me acercó una foto donde se ve a Carlos Gardel, Libertad Lamarque y Azucena Maizani comiendo en El Tropezón.–Que un tango refiera al lugar habla de su valor patrimonial y cultural.–El autor, Roberto Medina, lo escribió mientras comía allí. Es más que un restaurante, es el templo de la cultura. Por El Tropezón pasaron Lola Flores, Lola Membrives, Federico García Lorca. Estuvieron todos. Incluso muchos políticos, como Ricardo Balbín.Los emprendimientos de Raquel Rodrigo conservan una ambientación muy cuidada, mixturando historia y presenteSantiago Cichero–De ahí, pasó a la librería Clásica y Moderna: ¿cómo fue eso?–Hacía cinco años que permanecía cerrada. Ver sus cortinas bajas, arruinadas y escritas con grafitis era triste, los argentinos no podíamos permitirnos que pasase eso. Había un litigio judicial de por medio, que se terminó desarmando. La propietaria del lugar, Elena Botaro, nos alentó a hacerlo. Compré todo a través de remates, hasta las viejas cucharitas, y hoy le alquilamos el local a su dueña.–¿Se pudo conservar algo del patrimonio de la librería?–El piano que le había donado Sandro a Natu Poblet estaba en perfecto estado. Además del piano, los 9000 libros que habían quedado allí no estaban ni siquiera apolillados.Nueve mil libros resistieron a la inundación y la humedad, un milagro acontecido durante los cinco años de persianas bajas de Clásica y Modernamanuel cascallar – LA NACIONEl camino hacia AlburEn Callao al 400, la familia de Raquel Rodrigo posee otra playa de estacionamiento. En 2013, la docente y emprendedora vio un letrero, en una puerta lindante a ese predio, que ofrecía un subsuelo en venta. “Pensé que ese espacio se juntaría con el subsuelo del garaje que está pegado y eso nos permitiría agrandarlo”.–¿Con qué se encontró cuando llegó al lugar?–Lo primero que le dije a la persona de la inmobiliaria que me acompañó fue “esto fue un teatro”, pero me respondió que no sabía. Había cuatro bafles enmarcando la platea y una embocadura de escenario deteriorada, pero reconocible. También reconocí el pasillo de artistas que conectaba la platea con los camarines.–¿Conservaba el escenario?–No, estaba en ruinas, ya que el agua circulaba como un río.–¿Cuándo supo que había sido el teatro 35?–Me lo dijo un empresario teatral, dueño de una sala donde llevé a actuar a Carmen Flores.–¿Fue rápida la compra?–No, por el inmueble pedían una barbaridad, algo ilógico. De todos modos, le adelanté a mi esposo: “Si alguna vez compro ese lugar, no será para un estacionamiento, sino para abrir un teatro”. Es más, siempre le decía a mi familia: “Cuando cumpla 60 años, voy a tener un teatro”.–En 2013 le pidieron una fortuna, pero logró adquirir el lugar.–Sí, a los tres o cuatro años de eso vi que no estaba más el cartel que lo ofrecía en venta. Le pregunté al portero del edificio y me respondió que, como no había clientes, el abogado, dueño de la propiedad, había decidido sacarlo de la venta. Pedí su teléfono, le manifesté mi interés y le aclaré que pedía un dinero desorbitante, ya que había que poner mucho encima para poner en valor el lugar.Albur funciona en el subsuelo de un edificio de departamentos de 1920. El ascensor revestido en Roble de Eslavonia y el piso damero de mosaicos de 104 años de antigüedad llaman la atención de los visitantes
María Bessone–¿Qué le respondió?–Escuchó mi oferta y no la aceptó. Cuando, en 2017, abrí El Tropezón, él se enteró por el diario, me vino a saludar y me consultó si seguía interesada en la propiedad de Callao. Le dije que sí, pero que no podía pagar lo que él pedía. Luego de la pandemia me llamó otra vez y me comentó que, por una cuestión de edad, ya había entregado su matrícula de abogado y que, como no quería dejarles ningún problema a sus hijos, me invitaba a conversar sobre el tema. Nos reunimos y me dijo “ponga usted el precio”.–¿Aceptó la proposición?–Al día siguiente, el 18 de abril de 2022, estábamos firmando el boleto de compra-venta. Ese día, tenía 60 años, pero, al día siguiente, cumplía los 61. Por eso me apuré a firmar.Por Pablo MascareñoTemasSábadoConforme a los criterios deConocé másMás notas de SábadoLa “uva francesa”. Genera más de US$410.000.000 en exportaciones y es la envidia de países como Francia o ChileEllos faltan más. Las lesiones de fútbol y la brecha de género en el mundo de la gastronomía”Es una buena herencia”. El cónsul general, Fernando García Casas, habla sobre las repercusiones de la Ley de Nietos en el país